“Somos cada vez más conscientes de que por nosotros mismos no podemos promover la justicia y la paz, si no se nos manifiesta la luz de un Dios que nos muestra su rostro, que se nos presenta en el pesebre, que se nos presenta en la cruz” (Benedicto XVI Homilía, 6-I-2007).
Los tres últimos Papas han hablado frecuentemente del “rostro de Cristo”, animándonos a contemplarlo. Así, san Juan Pablo II, en su Carta sobre “El nuevo milenio” dedicó a este tema un larguísimo capítulo, que tituló “Un rostro para contemplar”. Por su parte, Benedicto XVI, entre otras muchas referencias de hondura teológica sobre Cristo, recordaba que “Jesús es el rostro de Dios, es la bendición para todos los hombres y para todos los pueblos, es la paz para el mundo” (Angelus, 1-I-2010). Francisco, al convocar en 2015 el Jubileo extraordinario de la Misericordia, lo hizo con una Bula que tituló: “El rostro de la misericordia”, referido obviamente al rostro de Jesús que, como enviado del Padre, nos ha revelado su amor infinito.
Los creyentes debemos fijar nuestra mirada de fe y la del corazón en el rostro de Cristo, desde su nacimiento en Belén hasta su Muerte y Resurrección en Jerusalén. Su obra es el único camino para alcanzar la paz y la justicia que el mundo anhela: “Somos cada vez más conscientes de que por nosotros mismos no podemos promover la justicia y la paz, si no se nos manifiesta la luz de un Dios que nos muestra su rostro, que se nos presenta en el pesebre y en la cruz” (Benedicto XVI Homilía, 6-I-2007).
Toda persona, en su alma y corazón, encierra como una luz interior que se refleja a través de su rostro; “la cara es el espejo del alma”, enseña la sabia expresión popular. Lo tenemos comprobado, a poco observador que sea uno: los semblantes del rostro no pueden ocultar, de ordinario, lo que late en el interior de la persona, y en el caso de Jesús sucedía lo mismo. Ahora, en Semana Santa y en el rostro de Cristo, la fe contempla especialmente sus dos semblantes más extremos: el de máxima agonía en la Cruz y el de su radiante felicidad, al presentarse resucitado ante las mujeres y los apóstoles. Completamente diferentes, los dos semblantes de Cristo se fusionaban estrechamente unidos en su fuente común, que era el Amor infinito de su persona divina; y en ella nos sigue abrazando quien es el rostro de la misericordia del Padre. Repasemos ese amor, siempre presente en los variados semblantes y trances de su vida.
Jesús reflejaba en su rostro todo el registro de semblantes que el verdadero amor humano puede originar, y que el Evangelio testimonia: facciones de lástima, “cuando vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6, 34); o de enojo frente a la rigidez inmisericorde de escribas y fariseos, cuando el Señor les pregunta si es lícito hacer el bien y sanar a un hombre en sábado, antes de curar su mano paralizada: “Ellos permanecían callados. Entonces, mirando con ira a los que estaban a su alrededor, entristecido por la ceguera de sus corazones, le dice al hombre: Extiende la mano. La extendió y su mano quedó curada” (Mc 3, 4-5). Si cabe hablar de una mirada de ira y de tristeza “santas”, este sería el caso. Tristeza y dolor en el rostro de Cristo lo muestran también sus lágrimas, poco antes de resucitar a Lázaro, o ante la ciudad de Jerusalén al ver el rechazo de su doctrina: “¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz!” (Lc 19, 41).
Por el contrario, rostro de gozosa alegría cuando “le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase” (Mt 19, 13-14); o, cuando terminada su misión “volvieron los setenta y dos discípulos llenos de alegría” y Jesús mismo “se llenó de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10, 17.21). La variedad de sentimientos reflejados en su rostro sería interminable. Pero volveremos ahora a los dos momentos, especialmente vivos en estos días de Semana Santa a los que antes me he referido, y que expresan todo el amor misericordioso que Dios Padre nos ha transmitido a través de Cristo y del Espíritu con que lo ungió.
En Getsemaní, su extrema agonía ante el peso de nuestros pecados, queda reflejada en la sobrecogedora realidad de esta afirmación: “le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo” (Lc 22, 44); en aquellas horas y hasta su muerte en la Cruz, se cumplían las palabras proféticas de Isaías: “No hay en él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas ni belleza que agrade, despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro” (Is 53, 2-3).
En el extremo completamente opuesto, imaginamos el semblante de Cristo lleno de belleza y luminosidad, que tiempo atrás en el monte Tabor contemplaron Pedro, Juan y Santiago, cuando “se transfiguró ante ellos de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz” (Mt 17, 2). El Tabor fue anticipo de la gloria de su futura Resurrección.
Como queda dicho, todos los momentos de la vida y muerte de Cristo y cuantos semblantes reflejó su rostro, por mutuamente excluyentes que en sus extremos pudiesen parecer, están estrechamente unidos porque eran fruto de un mismo e infinito amor. Y es así como Jesús se sigue mostrando: con un rostro glorioso que no siempre fue reconocido desde primer instante, como ocurrió con los apóstoles, y más todavía con los discípulos de Emaús.
Lo sucedido con los dos peregrinos de Emaús, nos ayudará a sintetizar lo dicho hasta aquí y extraer alguna consideración para nuestra vida. Aquellos dos hombres, tristes y cabizbajos, parecían hombres a la deriva. Frente a esto, Dios-Padre desea que descubramos el rostro de Cristo y la alegría de su Resurrección como, al fin, aquellos lo descubrieron. Lo diré con palabras de Benedicto XVI, de vivísima actualidad: “Un mundo vacío de Dios, un mundo que se olvida de Dios, pierde la vida y cae en una cultura de muerte. Por consiguiente, escoger la vida, hacer la opción por la vida es, ante todo, escoger la opción-relación con Dios. Pero enseguida surge la pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nuevo nos ayuda el Evangelio: con el Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la Cruz, es decir, con el amor hasta el extremo. Así, escogiendo a Dios, escogemos la vida” (Discurso, 2-III-2006)
Cleofás y su compañero recuperaron la alegría exclamando al unísono: “¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén” (Lc 24, 32). Fueron testigos de Jesús resucitado, como hoy debemos serlo nosotros, haciéndole presente con nuestras vidas. Así lo pedía de nuevo Benedicto XVI, con cuyas palabras concluimos estas líneas: “Dios nos ha mostrado su rostro en Jesús, ha sufrido por nosotros, nos ha amado hasta la muerte y así ha vencido la violencia. Hay que hacer presente, ante todo en nuestra ‘propia’ vida, al Dios vivo, al Dios que no es un desconocido, un Dios inventado, un Dios solo pensado, sino un Dios que se ha manifestado, que se reveló a sí mismo y su rostro. Solo así nuestra vida llega a ser verdadera, auténticamente humana; y solo así también los criterios del verdadero humanismo se hacen presentes en la sociedad” (Discurso, 6-IV-2006)
Fuente imagen: By Caravaggio – National Gallery, London web site, Public Domain, Link
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